María Eugenia Bestani
Doctora en Humanidades
En 1922 se publican las dos obras monumentales de la modernidad occidental: el poema “La tierra devastada” (“The Waste Land”), de T.S. Eliot, y la novela “Ulises”, de James Joyce. Son los dos hitos literarios del siglo XX, cuya influencia se sentirá más allá de los confines europeos. ¿Qué factores intervinieron hace un siglo para que fueran acatados inmediatamente como las dos pautas perfectas de la conciencia literaria moderna? ¿Por qué los artistas de profunda sensibilidad y cultura las adoptarían como sus paradigmas, las imitarían, se sentirían identificados con ellas? Sin exagerar, debemos reconocer que tanto “Ulises” como “La tierra devastada” figuran entre las más arduas lecturas que haya en el repertorio de las letras modernistas.
El poema de Eliot se basa en un mito fundamental: la atávica historia de los cambios ligados a la germinación, la fertilidad, al eterno retorno del dios muerto que resucita. Las aguas que habían fertilizado la civilización europea por siglos se secaron; reina la perversión, la esterilidad sexual, y el vacío en la ciudad moderna. El poema es la expresión del deseo latente de una curación, que renueve a la tierra devastada, ante la destrucción y la anomia. Esta epopeya de la decadencia del mundo occidental comienza con los paradójicos versos que se refieren a la primavera:
Abril es el mes más cruel, germinando
las lilas de la tierra muerta, mezclando
recuerdos y deseos, despertando
a las adormecidas raíces, con lluvia de la primavera.
Y se cierra con una invocación en sánscrito “Shanti, shanti, shanti” significando un reclamo por la paz, que superaría todo entendimiento.
Todos somos habitantes de la tierra devastada, los que tenemos alguna conciencia del mal y la desgracia. El dios muerto no es una fábula olvidada, está en nosotros, la pregunta que se nos plantea es: “¿veremos la resurrección?”
Joyce, al igual que Eliot, apeló al mito. En su “Ulises”, con una asombrosa multiplicidad de técnicas y estilos narrativos, la Odisea homérica se encarna en la ciudad de Dublín, por medio de un constate e irónico paralelismo entre Odiseo y Leopold Bloom, el antihéroe moderno, en su regreso a una Ítaca grotesca y elusiva, pero su hogar, al fin.
Se ha dicho que estas dos obras están dirigidas más a escritores, que a lectores. Justamente, fue su complejidad lo que las transformó en textos significativos, símbolos arquetípicos de la nueva cultura que se comenzó a percibir después de la Gran Guerra. Las generaciones, que habían absorbido los sueños modernos de progreso y evolución, regresaban maltrechas de las trincheras, en un occidente atónito ante el horror; esos “hombres huecos”, encontraban reflejadas su angustia y condición anímica en el laberinto agobiador del “Ulises” y en el conmovedor calidoscopio de “La tierra devastada”.
¿Qué nos dicen hoy, aceptando el desafío de leerlas?